viernes, 16 de enero de 2015

Patricia Highsmith / La enferma o la encamada

Fotografía de Chamick Tyler
Patricia Highsmith
LA ENFERMA O LA ENCAMADA


Había sufrido una caída diez años antes, cuando pasaba unas vacaciones esquiando en Chamonix con su novio. La lesión tenía algo que ver con la espalda. Los médicos no pudieron encontrar nada, nadie veía nada anormal en su espalda; y, sin embargo, le dolía, decía ella. La realidad era que no estaba segura de conservar a su hombre a menos que fingiera una lesión, adquirida precisamente estando con él. Philippe, sin embargo, estaba muy enamorado de ella, así que no debería haberse preocupado tanto. No obstante, enganchar firmemente a Philippe y asegurarse, además, una vida de ocio –por no decir pasarse el resto de sus días echada boca arriba, o como prefiriese tumbarse cómodamente– no era una pequeña ventaja. ¿Cuántas mujeres podían pescar a un hombre para siempre, sin darle nada en absoluto, sin siquiera hacerle la comida, y que, a pesar de todo, las mantuviese a un nivel bastante bueno?
Algunos días se levantaba, principalmente por aburrimiento. A veces estaba levantada cuando hacía sol, pero no siempre. Cuando no hacía sol, o amenazaba la lluvia, Christine se sentía fatal y se quedaba en la cama. Entonces su marido, Philippe, tenía que bajar con la bolsa de la compra y al volver ponerse a cocinar. La única cosa de la que hablaba Christine era «cómo me siento». Obsequiaba a las visitas y las amistades con un largo relato sobre inyecciones, píldoras, dolores en la espalda que la habían dejado sin dormir el miércoles pasado y la posibilidad de lluvia para mañana, por el modo en que se sentía.
Pero siempre se encontraba bastante bien cuando llegaba agosto, porque ella y Philippe se iban entonces a Cannes. Sin embargo, su estado podía ser malo muy a principios de agosto, debido a lo cual Philippe tenía que contratar una ambulancia para ir a Orly, y luego un acomodo especial en el avión a Niza. En Cannes se sentía capaz de ir a la playa todas las mañanas a las once, nadar unos minutos con ayuda de un flotador en forma de alas, y tomar una buena comida. Pero a finales de agosto, de vuelta en París, sufría una recaída a causa de toda la agitación, las comidas fuertes y el esfuerzo físico en general, por lo que, una vez más, tenía que meterse en la cama, con su bronceado y todo. A veces les mostraba sus bronceadas piernas a las visitas, suspiraba, llena de recuerdos de Cannes, y volvía a taparse con las sábanas y la manta. Septiembre anunciaba ya el comienzo del triste invierno. Philippe ya no podía dormir con ella; aunque bien sabe Dios que él pensaba que se había ganado un trato mejor, puesto que había trabajado hasta dejarse los dedos para pagar las incontables facturas de los médicos, los radiólogos y las farmacias. Tendría que enfrentarse a otro invierno solitario, ni siquiera en la misma habitación que ella, sino en la habitación contigua.
–Pensar que yo soy el causante de todo esto –le dijo Philippe a uno de sus amigos– por haberla llevado a Chamonix.
–Pero ¿por qué se encuentra siempre bastante bien en agosto? –contestó el amigo–. ¿Crees de veras que es una enferma? Recapacita, hombre.
Philippe empezó a recapacitar, porque otros amigos le habían dicho lo mismo. Recapacitar le llevó años, muchos años de agosto en Cannes (a un precio que consumía los ahorros de once meses enteros) «dormitorio de los invitados», y no con la mujer a quien amaba y deseaba.
Así que en el onceavo agosto en Cannes, Philippe hizo acopio de todo su valor. Nadó mar adentro detrás de Christine con un alfiler entre los dedos. Clavó el alfiler en su flotador e hizo dos pinchazos, uno en cada ala blanca. No estaban muy lejos de la orilla, el agua les cubría justo por encima de la cabeza. Philippe no estaba en muy buena forma. No sólo se estaba quedando calvo, cosa que no tenía mayor importancia en semejante situación, sino que había echado tripa, lo cual no habría sucedido, pensaba él, si hubiese podido hacer el amor con Christine durante la última década. A pesar de ello, Philippe intentó y consiguió hundir a Christine, aunque al mismo tiempo tuvo cierta dificultad para mantenerse a flote. Sus confusos movimientos, vistos por unas cuantas personas finalmente, parecían los de un hombre tratando de salvar a alguien que se ahogaba. Y, por supuesto, eso fue lo que le contó a la Policía y a todo el mundo. Christine, pese a que tenía suficiente grasa como para flotar, se hundió como un pedazo de plomo.
Christine no supuso ninguna pérdida para Philippe, salvo el gasto del entierro. Pronto le desapareció la tripa y, con gran sorpresa suya, se encontró de repente en buena posición económica, en lugar de tener que gastar hasta el último céntimo. Sus amigos lo felicitaron, pero cortésmente y en abstracto. No podían decirle exactamente: «Gracias a Dios que te has librado de esa hija de puta», pero le dijeron lo más aproximado a eso. Al cabo de unos seis meses, conoció a una chica muy simpática, llena de energía, a quien le encantaba cocinar y, además, le gustaba acostarse con él. A Philippe incluso le volvió a crecer el pelo.


THE THE INVALID, OR, THE BED-RIDDEN
By Patricia Highsmith

She had suffered a fall while on a skiing holiday at Chamonix with her boy friend some ten years ago. The injury had something to do with her back. The doctors couldn’t find anything, nobody could see anything wrong with her back, but still it hurt, she said. Actually, she was no sure she would get her man unless she pretended an injury, and one acquired when she had been with him. Philippe, however, was quite in love with her, and she need not have worried so much. Still, hooking Phillipe very firmly, plus ensuring a life of leisure – not to say flat on her back in bed, or however she chose to lie comfortably, for the rest of her life – was no small gain. It was a big one. How many other women could capture a man for life, give him nothing at all, not even bother to cook his meals, and still be supported in rather fine style?
Some days she got up, mainly out of bedroom. She was sometimes up when the sun was shining, but not always. When the sun was not shining, or when there was a threat of rain, Christine felt terrible and kept to her bed. Then her husband Philipe had to go downstairs with the shopping net and come back and cook. All Christine talked about was ‘how I feel’. Visitors and friends were treated to a long account of injections, pills, pains in the back which had kept her from sleeping last Wednesday night, and the possibility of rain tomorrow, because of the way she felt.
But she was always feeling rather well when August came, because she and Philippe went to Cannes then. Things might be bad at the very start of August however, causing Philippe to engage an ambulance to Orly, then a special accommodation on an aeroplane to Nice. In Cames she found herself able to go to the beach every morning at 11 a.m., swimming for a few minutes with the aid of water-wings, and to eat a good lunch. But at the end of August, back in Paris, she suffered a relapse from all the excitement, rich food, and general physical strain, once more had to take to bed, her tan included. She would sometimes expose tanned legs for visitors, sigh with memories of Cannes, then cover up again with sheets and blanket. September heralded, indeed, the onset of grim winter. Philippe couldn’t sleep with her now – though for God’s sake he felt he had earned better treatment, having worked his fingers to the bone to pay her doctors’, radiologists’ and pharmacies’ bills beyond reckoning. He would have to face another solitary winter, and not even in the same room with her but in the next room.
‘To think I brought all this upon her,’ Philippe said to one of his friends, ‘by taking her to Chamonix.’
‘But why is she always feeling quite well in August?’ replied the friend, ‘You think she is an invalid? Think again, really, old man.’
Philippe did begin to think, because other friends had said the same thing. It took him years to think, many years of Augusts in Cannes (at an expense which knocked out the savings of a whole eleven months) and many winters sleeping mainly in the ‘spare bedroom’, and not with the woman he loved and desired.
So the eleventh August in Cannes, Philippe summoned all his courage. He swam out behind Christine with a pin in his fingers. He stuck a pin in her water wings and made two punctures, one in each white wing. He and Christine were not far out, just slightly over their heads in water. Philippe was not in the best of form. Not only was he losing his hair, of no importance in a swimming situation, but he had developed a belly, which might not, he thought, have come if he had been able to make love to Christine all the past decade. But Philippe tried and succeeded in pushing Christine under, and at the same time had some difficulty in keeping himself afloat. His confused motions, seen by a few people finally, appeared to be those of a man trying to save someone who was drowning. And this of course was what he told the police and everyone. Christine, despire sufficient buoyant fat, sank like a piece of lead.
Christine was absolutely no loss to Philippe except for burial fees. He soon lost his paunch, and much to his own surprise found himself suddenly well-to-do, instead of having to turn every penny. His friends congratulated him, but politely, and in the abstract.
They couldn’t exactly say, ‘Thank God, you’re rid of that bitch,’ but they said the next thing to it. In about six months, he met quite a nice girl who loved to cook, was full of energy, and she also liked to go to bed with him. The hair on Philippe’s head even began to grow back.


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