miércoles, 14 de enero de 2015

Patricia Highsmith / La artista


Patricia Highsmith
LA ARTISTA

En la época en que Jane se casó, no parecía haber nada extraño en ella. Era regordeta, bonita y muy práctica: capaz de hacer la respiración artificial en un abrir y cerrar de ojos, reanimar a una persona desmayada, o detener una hemorragia nasal. Era ayudante de un dentista y no se inmutaba ante una crisis o un dolor. Pero sentía entusiasmo por las artes. ¿Qué artes? Todas. Empezó, durante el primer año de casada, con la pintura. Esto ocupaba todos sus sábados, o suficientes horas del sábado como para impedirle hacer la compra del fin de semana, pero la hacía Bob, su marido. También era él quien pagaba el enmarcado de los retratos al óleo, sucios y con los colores corridos, de sus amistades. Las sesiones de posado de los amigos también consumían buena parte del tiempo durante el fin de semana. Al fin, Jane admitió el hecho de que no lograba evitar que los colores se corriesen, y decidió abandonar la pintura por la danza.
La danza, enfundada en un leotardo negro, no mejoró mucho su maciza figura, únicamente su apetito. Luego vinieron las zapatillas especiales. Estaba aprendiendo ballet. Había descubierto una institución llamada La Escuela de las Artes. En este edificio de cinco plantas se enseñaba piano, violín y otros instrumentos, composición musical, a escribir novela o poesía, y danza y pintura.
—¿Ves, Bob? Se puede y se debe hacer que la vida sea hermosa —decía Jane con su amplia sonrisa—. Y todo el mundo quiere contribuir un poquitín, si puede, a la belleza y la poesía del mundo.
Mientras tanto, Bob vaciaba la basura y se encargaba de que no se quedaran sin patatas. El ballet de Jane no progresaba más allá de cierto punto, así que lo dejó y se dedicó al canto.
—Yo creo que la vida es bastante hermosa tal y como es —dijo Bob—. Por lo menos, yo soy bastante feliz.
Esto fue en la temporada del canto, a consecuencia del cual habían tenido que meter un piano vertical en el ya abarrotado cuarto de estar.
Por alguna razón, Jane dejó sus lecciones de canto y empezó a estudiar escultura y talla en madera. El cuarto de estar quedaba hecho una pena, lleno de trocitos de barro y astillas con las que no siempre podía la aspiradora. Jane estaba demasiado cansada para hacer nada después de un día de trabajo en la consulta del dentista y de permanecer de pie luchando con el barro y la madera hasta medianoche.
Bob llegó a odiar La Escuela de las Artes. La había visto unas cuantas veces, cuando iba a recoger a Jane a eso de las once. (El barrio era peligroso para andar sola.) A Bob le parecía que todos los alumnos eran un montón de optimistas mal encaminados y los profesores un montón de mediocridades. Aquello le daba la impresión de un manicomio de esfuerzos desviados. ¿Y cuántos hogares, hijos y maridos estaban trastornados porque la mujer de la casa —la mayoría de los alumnos eran mujeres— no estaba en el hogar haciendo algunas tareas esenciales? A él le parecía que no había inspiración en La Escuela de las Artes, solamente el deseo de imitar a las personas que la habían tenido, como Chopin, Beethoven y Bach, cuyas obras oía destrozar mientras esperaba a su mujer sentado en un banco del vestíbulo.
La gente llamaba locos a los artistas, pero estos alumnos parecían incapaces de esa clase de locura. Los estudiantes parecían locos, en cierto sentido de la palabra, pero no en el sentido adecuado. Considerando el tiempo que La Escuela de las Artes le privaba de su mujer, Bob estaba dispuesto a hacer saltar el edificio en cachitos.
No tuvo que esperar mucho, pero no fue él quien voló el edificio. Alguien —más tarde se comprobó que había sido un instructor— puso una bomba debajo de La Escuela de las Artes, lista para estallar a las cuatro de la tarde. Era el día de Nochevieja y, a pesar de que era media fiesta, los estudiantes de todas las artes estaban practicando laboriosamente. La Policía y algunos periódicos habían recibido aviso de la bomba. El problema era que nadie la encontraba y también que la mayoría de la gente no creía que fuese a estallar ninguna bomba. Debido al ambiente del barrio habían sufrido sustos y amenazas con anterioridad. Pero la bomba estalló, evidentemente, desde las profundidades del sótano, y debía ser de buen tamaño.
Dio la casualidad de que Bob estaba allí, porque tenía que recoger a Jane a las cinco. Había oído el rumor de la bomba, pero no sabía si creérselo o no. Por precaución, sin embargo, o por una premonición, estaba esperando al otro lado de la calle en lugar de hacerlo en el vestíbulo.
Un piano salió por el tejado, un poco separado del pianista que seguía sentado en el taburete, tecleando en el vacío. Una bailarina logró al fin dar unas pocas vueltas completas sin que sus pies tocaran el suelo, ya que se hallaba a una altura de cuatrocientos metros, y además sus pies apuntaban hacia el cielo. Un alumno de pintura fue lanzado a través de una pared, el pincel en suspenso, dispuesto a dar la pincelada maestra mientras flotaba horizontalmente camino del verdadero olvido. Un instructor, que se refugiaba tan a menudo como podía en los lavabos de La Escuela de las Artes, salió disparado junto con parte de las cañerías.
A continuación apareció Jane, volando por los aires con un mazo en una mano, un cincel en la otra, y una expresión de éxtasis en la cara. ¿Estaba pasmada, concentrada aún en su obra, o ya muerta? Bob no pudo saberlo. Las partículas fueron cayendo con un suave y decreciente estrépito, levantando una polvareda gris. Hubo unos segundos de silencio, durante los cuales Bob permaneció inmóvil. Luego, dio media vuelta y se dirigió a casa. Surgirán otras Escuelas de las Artes, de eso estaba seguro. Curiosamente, esta idea cruzó su mente antes de que se diera cuenta de que su esposa se había ido para siempre.


THE ARTIST
      By Patricia Highsmith

At the time Jane got married, one would have thought there was nothing unusual about her. She was plump, pretty and practical: she could give artificial respiration at the drop of a hat or pull someone out of a faint or a nosebleed. She was a dentist’s assistant, and as cool as they come in the face of crisis or pain but she had enthusiasm for the arts. What arts? All of them. She began, on the first year of her married life, with painting. This occupied all her Saturdays, or enough of Saturdays to prevent adequate shopping for the weekend, but her husband Bob did the shopping. He also paid for the framing of muddy, run-together oil portraits of their friends, and the sittings of the friends took up time on the weekends too. Jane at last faced the fact she could not stop her colours from running together, and decided to abandon painting for the dance.
The dance, in a black leotard, did not much improve her robust figure, only her appetite. Special shoes followed. She was studying ballet. She had discovered an institution called The School of Arts. In this five storey edifice they taught the piano, violin and other instruments, music composition, novel-writing, poetry, sculpture, the dance and painting.
‘You see, Bob, life can and should be made more beautiful,’ Jane said with her big smile. ‘And everyone wants to contribute, if he or she can, just a little bit the beauty and poetry of the world.’
Meanwhile, Bob emptied the garbage and made sure they were not out of potatoes. Jane’s ballet did not progress beyond a certain point, and she dropped and took up singing.
‘I really think life is beautiful enough as it is,’ Bob said. ‘Anyway I’m pretty happy.’ That was during Jane’s singing period, which had caused them to crowd the already small living-room with an upright piano.
For some reason, Jane stopped her singing lessons and began to study sculpture and wood-carving. This made the living-room a mess of dropped bits of clay and wood chips which the vacuum could not always pick up. Jane was too tired for anything after her day’s work in the dentist’s office, and standing on her feet over wood or clay until midnight.
Bob came to hate The School of Arts. He had seen it a few times, when he had gone to fetch Jane at 11 p.m. or so. (The neighborhood was dangerous to walk in.) It seemed to Bob that the students were all a lot misguided hopefuls, and the teachers a lot of mediocrities. It seemed a madhouse of misplaced effort. And how many homes, children and husbands were being troubled now, because the women of the households – the students were mainly women – were not at home performing a few essential tasks? It seemed to Bon that were was no inspiration in The School of Arts, only a desire to imitate people who had been inspired, like Chopin, Beethoven and Bach, whose works he could hear being mangled as he sat on a bench in the hobby, awaiting his wife. People called artists mad, but these students seemed incapable of the same kind of madness. The students did appear insane, in a certain sense of the word, but not in the right way, somehow. Considering the time The School of Arts deprived him of his wife, Bob was ready to blow the whole building to bits.
He had not long to wait, but he did not blow the building up himself. Someone – it was later proven to have been an instructor – put a bomb under The School of Arts, set to go off at 4 p.m. It was New Year’s Eve, and despite the fact it was a semi-holiday, the students of all the arts were practising diligently. The police and some newspapers had been forewarned of the bomb. The trouble was, nobody found it, and also most people did not believe that any bomb would go off. Because of the seediness of the neighborhood, the school had been subjected to scares and threats before. But the bomb went off, evidently from the depths of the basement, and a pretty good sized one it was.
Bob happened to be there, because he was to have fetched Jane at 5 p.m. He had heard about the bomb rumour, but did not know whether to believe it or not. With some caution, however, or a premonition, he was waiting across the street instead of in the lobby.
One piano went through the roof, a bit separated from the student who was still seated on the stool, fingering nothing. A dancer at last made a few complete revolutions without her feet touching the ground because she was a quarter of a mile high and her toes were even pointing skyward. An art student was flung through a wall, his brush poised, ready to make the master stroke as he floated horizontally towards a true oblivion. One instructor, who had taken refuge as often as possible in the toilets of The School of Arts, was blown up in proximity to some of the plumbing.
Then came Jane, flying through the air with a mallet in one hand, a chisel in the other, and her  expression was rapt. Was she stunned, still concentrating on her work, or even dead? Bob could not tell about Jane. The flying particles subsided with a gentle, diminishing clatter, and rise of grey dust. There were a few seconds of silence, during which Bob stood still. Then he turned and walked homeward. Other Schools of Art, he knew, would arise. Oddly, this thought crossed his mind before he realized that his wife was gone forever.



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