miércoles, 12 de febrero de 2014

James Salter / Un clásico americano vuelve a volar

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Manuscrito de Light Years

Un clásico americano vuelve a volar

La publicación de su primera novela en 35 años dirige el foco de crítica y ventas hacia James Salter en España, su obra es recuperada para un creciente número de lectores


El escritor estadounidense James Salter en su casa de Bridgehampton, Nueva York. / PASCAL PERICH
Hay veces que las historias que importan de verdad no son las que aparecen en la página. Manhattan, 1995, empieza a anochecer. James Salter, de 70 años, se dirige a un restaurante de Park Avenue donde le espera un grupo de amigos y editores que quieren celebrar con él la inclusión de Juego y distracción en el catálogo de la exclusiva Modern Library. La novela, publicada originariamente tres décadas antes y ahora recién editada por Salamandra –al igual que gran parte de su obra, que goza de un creciente e inesperado reconocimiento entre los lectores en español–, narra un affaire entre una chica de 18 años y un hombre de bastantes más, trasunto del autor, en la Francia de los cincuenta. Cerca ya del lugar de la cita, el escritor ve cómo se detiene una limusina de la que desciende una mujer muy atractiva. Es, treinta años después, la chica con la que vivió la historia que dio lugar a la novela. Su antigua amante pasa junto a él sin reconocerlo. Salter no hará mención al incidente en ningún momento de la cena.
Para entender por qué la siguiente historia jamás llegó a la página no es necesario hacer muchas cábalas. Aspen, Colorado, 1980. Luego de esperar durante mucho tiempo a que su hija Allan, fruto de un matrimonio anterior, acudiera a cenar con él y su mujer, el novelista decide presentarse en la cabaña contigua a la casa en la que se acaba de instalar su hija y la encuentra sin vida en la ducha, electrocutada.

Fotograma de 'Three', la película que James Salter dirigió en 1969.
La tercera historia es la única de las que aquí se refieren que Salter decidió contar inmediatamente después de arrancársela de cuajo a la vida. Publicada como La última noche,es el mejor cuento de Salter. No es fácil encontrar relatos sobre la eutanasia tan salvajemente conmovedores, tan devastadores y, sin embargo, tan lúcidamente hermosos como este.
James Salter nació en Nueva York en 1925. A los 17 años ingresó en West Point. Doce años de servicio como piloto de guerra en la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Más de cien acciones de combate en Corea. Sus dos primeras novelas se basan en sus experiencias como aviador. Una de ellas, Pilotos de caza (1956), fue llevada al cine y protagonizada por Robert Mitchum. Charlotte Rampling, en Three, su única película como director, y Robert Redford también tuvieron papeles en guiones escritos por él, aunque Salter nunca haya dado importancia a este aspecto de su trabajo. George Plimpton, el legendario editor de Paris Review le pagó 3.000 dólares de adelanto por una novela que había tenido numerosos rechazos, Juego y distracción  (1967). En 1975 publica Años luz, que llega estos días a las librerías españolas como la crónica del lento naufragio de un matrimonio, considerada hasta hace poco su obra maestra. La que hasta ahora era su última novela. En solitario data de 1979.

James Salter durante sus años de aviador.
Espaciados en el tiempo, los distintos títulos de Salter brillan de manera sostenida a gran altura, bien que ajustándose a un guion fijo: celebrado por un reducido grupo de críticos y escritores como uno de los mejores autores de nuestro tiempo, para el público general era un perfecto desconocido. Entre los demás títulos que integran su obra, destacan dos extraordinarias colecciones de relatos, Anochecer (1988, que, como otras de las suyas, editó en su día El Aleph) y La última noche (2005), así como su libro de memorias, Quemar los días (1997).
Las cosas cambiaron de manera milagrosa con la publicación en EE UU hace unos meses de All That Is, su primera novela en casi 35 años, cuando el autor contaba 87, y que, conforme al criterio unánime de la crítica, es su mejor obra de ficción. La fama que llevaba tantos años rehuyéndole, decidió de pronto llamar a su puerta. Poco después de su publicación, Salter recibía el Premio Windham Campbell, de reciente creación, dotado con 150.000 dólares. La entrevista tuvo lugar a lo largo de dos sesiones, una al principio y otra al final del verano, en su agradable casa de Bridgehampton, en Long Island. Lúcido, ágil de movimientos, extraordinariamente cordial y acogedor, Salter es la encarnación de una forma de elegancia y caballerosidad que resulta muy difícil de encontrar hoy. De su prosa, tocada por la gracia, cabe decir algo parecido.
Pregunta. Me resulta intrigante que alguna vez haya hecho alusión a la idea de Christopher Hitchens, según la cual una vida no es algo completo si no se ha conocido la guerra.
Respuesta. En Quemar los días hablo en detalle de mi pasado militar. Cuando dejé el Ejército del Aire, sentí que le había dado la vuelta a mi ser, como quien pone del revés un guante. No me atrevería a hacerle algo así a un personaje mío. Lo que dice Hitchens es una suerte de aforismo, una pequeña fórmula inteligente que trata de arrojar luz sobre aspectos muy oscuros de la condición humana.
P. ¿Diría que la pulsión erótica es el centro de su obra?

Escribo acerca de lo que sé y de lo que siento y lo que he vivido”
R. Como decía [el escritor] Saul Bellow: son las mujeres.
P. Su tratamiento del erotismo es muy sutil. El lector sabe lo que sucede, pero no está en la página. Es casi como si usted no lo escribiera.
R. Obviamente es cuestión de control y conocimiento, el método es la digresión si quiere hablar en términos técnicos, saber cuándo es preciso parar, y por supuesto dar con el lenguaje adecuado, controlando el poder evocativo de cada palabra. Lo que hago es genuino pero no tiene nada de mágico. En Juego y distracción soy muy directo, porque en aquel libro me ocupo de una pasión de juventud. Hubiera sido erróneo omitir los aspectos físicos, que resultan esenciales para el significado del libro. Evité ser evasivo o poético, hubiera sido un error.
P. ¿Qué riesgos entraña escribir acerca de algo tan íntimo?
R. Hay cosas que son totalmente tabú. Está el peligro de convertir a los personajes femeninos en objetos. Es difícil sortear ese peligro porque a la hora de describir lo que sucede durante el encuentro físico entre los cuerpos, no se puede negar que tiene lugar un proceso de objetivación, no de un sexo u otro, sino de lo que sucede en sí. No creo que haga falta entrar en detalles. Es una verdad universal. En el sexo se da una objetivación, y según el punto de vista desde el que se aborde, puede resultar problemático.
P. Pero en su caso ocurre casi lo contrario. No conozco a ningún escritor que se adentre en el misterio del sexo desde una perspectiva masculina de una manera tan sutil.
R. Las diferencias entre el hombre y la mujer son reales, somos criaturas diferentes, eso es algo que existe en la realidad, que guarda relación con la forma de hacer y de sentir, y hay que llevarlo a la página. Por supuesto, el amor tiene muchas facetas, pero ¿qué hay más profundo que el encuentro en sí? Escribo acerca de lo que sé y de lo que siento y lo que he vivido, que es auténtico y genuino independientemente de que guste o interese, o lo contrario.
P. ¿Qué piensa de toda la atención que ha despertado de manera repentina su última novela?

Fui amigo de Bellow y le admiro, pero no hay que estar a la sombra de nadie”
R. Me siento atrapado. La verdad es que a estas alturas todo eso me sobra. Si me hubiera ocurrido en un momento anterior de mi vida, lo habría vivido de otro modo.
P. ¿Estuvo cerca de Saul Bellow en una época?
R. Éramos amigos. Admiro profundamente sus libros, pero no hay que estar a la sombra de nadie.
P. Habla con admiración de autores como George Saunders. Resulta sorprendente su interés por el experimentalismo de escritores mucho más jóvenes que usted.
R. (Risas) Bueno, a lo mejor habría que darle la vuelta a la cuestión y decir… ¿Pero cómo es posible que todos estos viejos sigan escribiendo como siempre? ¿No se dan cuenta de que las cosas han cambiado?
P. ¿Quién le interesa entre los representantes de las nuevas generaciones?
R. Me gusta David Foster Wallace, el joven príncipe trágico del posmodernismo, o como quiera usted llamar a esa nueva manera de escribir. Su estilo es todo lo contrario del mío, no se cansa de darle vueltas a las cosas, pero es difícil no sucumbir a su voz, tan efectiva y seductora.
P. ¿Qué le dicen los lectores sobre la experiencia de volar?
R. Durante la gira de mi libro en Inglaterra, un piloto comercial que había estado antes en la RAF llamó a mis editores desde Shanghái, solicitando reunirse conmigo en Heathrow. Acudí al encuentro desde Gales. Un capitán de Virgin Atlantic me acompañó. El piloto que me citó se llamaba Ian Black, y me dijo que se había hecho aviador después de leer mi primera novela. Usted ha escrito la historia de mi vida, página a página, me dijo, y me contó muchas anécdotas. Durante la guerra de Serbia participó en misiones de combate con una cuadrilla de cazas franceses. Un día que tenían que salir justo a la hora del almuerzo, pusieron unas mesas al pie del avión, con sus manteles y hasta se sirvió un poco de vino. Lo más divertido es que no hablaba una palabra de francés, me dijo.

James Salter

Noches leyendo a James Salter

En pocas páginas, en una trama simple que se desliza hacia lo vergonzoso y lo atroz, el autor trata de frente la muerte, el deseo y la traición


James Salter, en Barcelona en noviembre de 2007. / EDU BAYER
Hace dos semanas no había leído nada de James Salter ni recordaba siquiera haber oído o leído su nombre y hoy estoy intoxicado por su literatura. En el periódico he rastreado una entrevista con él que publicó hace años Jacinto Antón y críticas de sus libros y declaraciones de entusiasmo de José María Guelbenzu y de Marcos Ordóñez. He leído su entrevista en la Paris Review de los años noventa y he vuelto a buscarla y a leerla en Internet después de haber terminado una tras otra las dos primeras novelas de Salter que han caído en mis manos,Light Years y A Sport and a Pastime. En mitad de esas lecturas he ido a la librería de mi barrio a proveerme de otros libros suyos como quien almacena víveres. Compré un volumen de memorias, Burning the Days. Un amigo me escribió para recomendarme su libro de cuentos Last Night, y para alertarme sobre el último, el titulado así. Tiene unas pocas páginas y se lee en menos de diez minutos. Corta el aliento desde el principio y en la última página depara una descarga eléctrica. Terminé de leerlo y volví al principio, a las primeras líneas de transparencia engañosa. En esas pocas páginas, en una trama simple que se desliza hacia lo vergonzoso y lo atroz, Salter trata de frente la muerte, el deseo y la traición. Last Night es ese cuento que uno da a leer de inmediato a la persona querida, urgiéndole a dejar de lado cualquier otra tarea; el cuento que si uno lo lee estando a solas quiere leer por teléfono a alguien, o tiene la tentación de contar en voz alta, como contaba de niño en el patio de la escuela una película a la mañana siguiente de verla.

‘Last Night’ es ese cuento que uno da a leer de inmediato a la persona querida, urgiéndole
a dejar cualquier tarea
Alguien nos había recomendado el año pasado Light Years. Uno llega a veces por caminos raros a los libros. Debí de guardar la novela en la estantería y me olvidé tan por completo de ella que cuando di con ella un poco al azar hace menos de dos semanas no tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí, tan intruso el libro como el nombre del autor entre los libros familiares de la biblioteca. Quería leer algo y no sabía qué. Quería algo de un autor que no me fuera conocido y que no tuviera que ver con mis obligaciones de lectura. Por el aspecto exterior del libro y el resumen de la contraportada imaginé que iba a encontrar una historia entre de John Cheever y Richard Yates. La falta absoluta de información previa tiene sus ventajas. Demasiadas veces llega uno a los libros, como a las películas, sabiendo demasiado de antemano; sabiendo, sobre todo, en qué medida es conveniente que algo le guste o no, atravesando una confusión de ecos que no le dejan escuchar bien y con sus propios oídos, mirar y ver con sus propios ojos. El envoltorio de la promoción, las entrevistas con el autor, nuestros prejuicios a su favor o en su contra, interfieren en el encuentro con la obra. Rara vez vuelve a ser uno el lector adánico que descubrió un día, como si iluminara con una linterna el interior de la cámara sellada en la que reluce de pronto un tesoro inexplicable, Cien años de soledad o El astillero o Santuario, por citar tres de los libros que me sobresaltaron con la impresión de lo completamente nuevo, aquello que nada previo me había enseñado a esperar. Como escuchar por primera vez Abbey Road o A Night in Tunisia; como abrir por curiosidad en el instituto el manual de literatura de un curso por encima del mío y encontrar de golpe La aurora de Nueva York de Federico García Lorca.
A García Lorca lo cita Salter en su entrevista de la Paris Review. Se acuerda de dos adjetivos que están juntos en el Romance de la luna, “lúbrica y pura” —la luna que “enseña lúbrica y pura / sus pechos de duro estaño”—. Quería que fuera así la escritura de A Sport and A Pastime, una novela en la que, dice Salter, le era preciso describir “cosas que eran, en un cierto sentido, indecibles, y al mismo tiempo irresistibles”. El relato del erotismo en esa novela es tan poderoso que puede hacerle a uno no prestar la suficiente atención a su sutileza constructiva. El hilo principal tarda muchas páginas en revelarse. Salter no tiene miedo de ofrecer al lector una novela que durante los primeros capítulos no se sabe bien hacia dónde va, y en la que los protagonistas sólo muy lentamente empiezan a perfilarse entre una variedad confusa de personajes episódicos retratados siempre con una exacta concisión. Como en El Gran Gatsby, la historia la cuenta en primera persona alguien que está cerca de los hechos pero también, dolorosamente, fuera de ellos, una de esas personas apocadas y fantasiosas que sólo parecen vivir plenamente imaginando las vidas de otros, cumpliendo a través de ellos los deseos y las ensoñaciones que les están vedados. En A Sport And a Pastime Salter logra lo que parece imposible, y de hecho casi siempre lo es: la dulzura explícita del sexo limpia de grosería, la sugestión de lo secreto y lo sagrado que ocurre entre dos amantes en el interior de una habitación, lo que es indecible y también irresistible, la mutua entrega y la desvergüenza amparadas tras la veladura del pudor.

Quería algo de un autor que no me fuera conocido y que no tuviera que ver con mis obligaciones de lectura
A Sport and a Pastime transcurre en Francia, entre el principio de un otoño y el del verano siguiente, en una Francia en blanco y negro de hoteles y cafés en ciudades de provincias que le hace a uno acordarse, por su sentido del erotismo y la agudeza de la observación, de las películas coetáneas de Truffaut. Light Years sucede entre Nueva York y una casa de campo en el curso alto del Hudson. La perfección de esos días en los que parece que el tiempo se remansa, que casi llega a detenerse, como el mismo río Hudson cuando la marea está alta, el agua quieta como la de un lago, es el contrapunto del otro flujo invisible que no se detiene nunca, el que ni los ojos ni el cerebro humano están equipados para advertir en presente, la juventud que se está transformando a cada segundo en madurez, la sombra de una rama que se está moviendo como una aguja de reloj sobre la hierba en la inmovilidad del mediodía, la ilusión que se degrada en tedio, el amor que está empezando a ser minado por la indiferencia. La apariencia naturalista de los diálogos encubre una concisión afilada de poesía. Cada comparación, cada metáfora, iluminan la conciencia de los personajes y los pormenores del mundo visible con el chasquido exacto de un disparo fotográfico. El estilo deslumbra y sin embargo es sigiloso, como una lente poderosa y limpísima.
Qué importancia puede tener una literatura que no induzca al insomnio y no nos deje en un estado de vehemencia parecida a la fiebre. Estuve leyendo Light Years a lo largo de toda una noche y sólo cuando alcé los ojos tras la última página me di cuenta de que había empezado a amanecer.
Libros de James Salter editados en España. Años luz (El Aleph, 1999); Anochecer(El Aleph, 2002); Juego y distracción (El Aleph, 2002); Pilotos de caza (El Aleph, 2003); En solitario (El Aleph, 2005); La última noche (Salamandra, 2006); Quemar los días (Salamandra, 2010).

Un Mig para James Salter


El escritor recuerda sus días de piloto de caza en Corea. "El destino era parte del juego. Nadie lloraba"


Miré en los ojos de James Salter y ahí, en un azul tan profundo como el cielo de aquellos días ardientes de la guerra de Corea, volando sobre el río Yalu, vi el Mig-15, plateado, hostil, completo en cada extraño detalle, silencioso como un tiburón.
Salter (Passaic, Nueva Jersey, 1925, née James A. Horowitz), uno de los grandes prosistas norteamericanos, piloto de caza en su juventud -más de cien misiones bélicas en Corea, un reactor ruso derribado en 1952, otro dañado-, autor de Pilotos de caza (El Aleph, 2003), de Cassada, se alojaba en un pequeño hotel en la calle de Mallorca durante su visita privada con su mujer, Kay, a Barcelona. Nos sentamos en el vestíbulo a hablar de sus flight years. Extraje torpemente mi ajado volumen de Gods of tin, antología de sus mejores páginas de aviación, y le expliqué cómo durante años me ha acompañado en el cielo. Sólo lo leo en los aviones, para conjurar el miedo a volar. Sonrió, le debió parecer tan exótico como que una vez recorriera medio Pekín con Pilotos de caza (The hunters)bajo el brazo para ver en el Museo del Ejército del Aire chino un Mig-15 igual que aquellos a los que él se enfrentó en Corea a los 26 años. "Yo también tengo miedo, como pasajero", dijo cortésmente. Su voz hipnotizante, profunda, con un fondo rasposo. Sus palabras, precisas, certeras como su escritura. "Pilotar un avión, en cambio, no da miedo. Se parece a conducir un automóvil. Volar, como la mayoría de cosas de trascendencia, como la música, es método".

"No tenías tiempo para el miedo. Hay una opresión cuando maniobras a gran velocidad, como ser estrujado por una pitón"
Abrió mi baqueteado ejemplar deGods of tin, se detuvo en el hermoso pasaje sobre su bautismo en el aire. "¿Por qué ha subrayado la palabra incandescencia?". Le respondí que porque me parecía una calidad intrínseca a todo aviador. Asintió. ¿Se acuerda de cuando volaba sobre el Yalu, la frontera con China, la barrera que no podían traspasar para dar caza a los Migs?, continué atropelladamente. "Recuerdo el Yalu, créame", respondió pidiendo paciencia con la misma mano de cortos dedos y anchos que una vez empuñó los mandos de un F-86 Sabre, domeñando su mortífero poder. Le dije que sus imágenes del vuelo en Pilotos de caza, novela basada en sus experiencias en el Cuarto Ala de Cazas de la USAF, son dignas de Shelley: la soledad, la limpieza del aire, la luz. "No lo había oído, se lo agradezco, me hace sonrojar. Puede que en algún aspecto, pero Pilotos de caza es un libro muy masculino, evoca el poder del vuelo; Shelley no es así, es un joven genio lírico. Dicho esto, acepto el cumplido".
¿Hasta qué punto es él, Salter, el inolvidable protagonista de Pilotos de caza, Cleve Connell? "Buena pregunta". Reflexionó unos segundos. "En algunas cosas, sí, lo soy. En Corea volé con gente que logró seis o siete victorias. Ases. Algunos no eran nada especial. En cambio, otros...". Aproveché para enseñarle mis fotos del museo de Pekín. Las estudió con interés. "Éste es un Mig-15, los estabilizadores muy altos en la cola lo hacen inconfundible. Migs... yo también he visto algunos". Sonreímos a la vez, como dos imposibles camaradas, y eso me hizo absurdamente feliz.

¿Recuerda la primera vez que vio un Mig? ¿Plata, rápido, zuuuum?" Llevas casco, y auriculares, no oyes nada". Pero habrá sido excitante. "Como ver un tiburón, aunque el Mig-15, chato, parecía más un jabalí. No exactamente fascinación. Algo de miedo. Pasa muy deprisa. A veces los ves muy lejos, tres o cuatro millas. Giras y ya no están, como peces en el agua. Eso era antes, ahora nada es así. Todo cambió. Ves a los aviones enemigos en una pantalla, nunca en directo. La gente cree que los primeros duelos de reactores, en Corea, fueron el principio de la nueva guerra aérea: fueron el final de la antigua". Migs y Sabres, bestias de leyenda, plata helada en cielos tan claros que puedes ver el mañana. "Una diferencia era crucial: nosotros teníamos ametralladoras, ellos cañones. Podías ver sus proyectiles en el aire, grandes como vasos de whisky, con espacio entre un disparo y otro. Las ametralladoras eran femeninas en comparación, balas del tamaño de dedos o corchos de botella, ráfagas seguidas". Allá arriba, el miedo, el eclipse del coraje. "Sientes la garganta que quema, pero no es miedo, creo, es por la altura. No tenías tiempo para el miedo en pleno combate. Hay una opresión en el pecho cuando maniobras a gran velocidad, como ser estrujado por una pitón". Venían en enjambres -Bandit trains,les llamaban ustedes- desde sus aeródromos en China, Taechong, Antung. "Como nidos de avispas, sí; nos decían por radio: 'Polvo en las pistas'; algunos cruzaban el Yalu para cazarlos, aunque estaba prohibido. Nunca sabías si los ibas a encontrar. '¡Migs!, ¡many, many!',oías gritar por los auriculares. Pero ¿dónde?". Salter se veía feliz, de nuevo en el aire. La lucha, la angustia -¡bogies a las 12, fellows!,¡¿dónde estás, Yellow líder?!, Break left, break left!...-. "No tenías muchas opciones. No era algo de pensar. Era habilidad, coraje, experiencia. Había pilotos muy agresivos. Terrific pilots. Y otros que querían seguir con vida a toda costa. Una mezcla. No todo el mundo es un as. Algunos tenían miedo cada vez que despegaban". Miré hacia otro lado y le pregunté por Casey Jones, el as ruso de Pilotos de caza,Némesis de los Sabres. "Hubo verdaderamente uno al que llamábamos así, por la canción. Y es cierto que había pintado su Mig de rayas. Se hablaba mucho de ello en la cantina. Cazó a Davis". Vaya, ¿qué fue del ruso? Ciertamente, no lo derribó el ficticio Cleve. "No lo sé, yo ya estaba en Berlín entonces". La mención de la película que de Pilotos de cazahizo Dick Powell con Robert Mitchum como Cleve arranca una mueca de desdén a Salter.
Se conmovió el escritor al enseñarle un libro (Korean War Aces, de Dorr, Lake y Thompson), recorrió con devoción las fotos y los dibujos de los Sabres de su escuadrilla decorados con el bonete de guerra piel roja, emblema de la 335ª. Subrayó nombres de sus antiguos compañeros con un bolígrafo: Thyng, Bud Mahurin, Boots Bleese -"que no había visto un Mig en un año de vuelos y en dos meses derribó diez"-, Lilley, Felix Asia ("shot down", anotó pausada, meticulosamente, en el borde de la página)... Fue fantástico imaginar a esos tipos subidos a las mesas como él los describe en sus memorias, Burning the days,recitando Gunga Din, y oírle pronunciar el nombre del as James Jabara... "Yabaaaaara".
¿Recuerda Salter el Mig que derribó él? "¡Claro, coño!", exclamó con inesperada vehemencia como si volviera a aquel día sobre el Yalu: el cielo de un azul ardiente, unos pocos impactos en el ala derecha del reactor enemigo, luego, más cerca, una ráfaga completa en el fuselaje;flashes intensos, radiantes. ¿Murió el piloto? "No, saltó en paracaídas. Y nadie disparaba a los paracaídas. Ese piloto volvería con otro avión y tendrías la oportunidad de lograr otro derribo, así lo veíamos. No era una cuestión de sangre, no era el piloto lo que cazabas, era el avión". Pero morían compañeros. "El destino era parte del juego. Nadie lloraba. Había un fatalismo. El mal tiempo, los accidentes, fallos mecánicos. Hace 50 años las cosas no eran tan fáciles ni tan seguras como ahora".
Volar, ser piloto de caza, el deseo de victoria, las portas de las ametralladoras ennegrecidas, el pequeño extra de coraje y orgullo que marca la gran diferencia, the burning fever, los Migs, la juventud, ¿cuánto ha influido eso en Salter? "Hizo de mí lo que soy, fue un gran viaje, pero no es lo más importante de mi vida". Volví a mirarlo a los ojos y efectivamente ahí había mucho más que aviones: su camarada Edgard White convertido en cenizas en el módulo del Apolo I, su paternal amigo Irwin Shaw (el novelista de Young lions y Hombre rico, hombre pobre) en el lecho de muerte, su hija Allan, fallecida trágicamente de niña al electrocutarse en la ducha... Y estaban las mujeres, el sexo, los night clubs de neón -Miyoshi's, La Hula Rumba-, y la literatura, sus novelas y relatos -Años luz, Juego y distracción, En solitario, Anochecer (todos en El Aleph) y Última noche (Salamandra)-. Salter malinterpretó mi mirada: "¿Es bastante? Cuando pasas mucho tiempo hablando dejas de decir la verdad, y más si se bebe", bromeó. Nos despedimos cordialmente. Luego, le dejé en recepción aquel libro que tanto le había gustado sobre los ases de Corea y la pequeña maqueta de un Mig que llevaba conmigo. Un Mig para Salter. Me marché enormemente agradecido, recordando sus palabras: "Todo es un disparate excepto el honor, el amor y lo poco que conoce el corazón". Salter, alto y admirable, directo, sucinto. "Feeling of courage. Great desire to live on".


James Salter, 1999
Fotografia de John Foley

Historias sobre la fugacidad

  • James Salter


El paso del tiempo, las oportunidades fallidas y sus demoledores efectos sobre el amor aparecen como los hilos conductores de este libro de relatos que el estadounidense James Salter escribió con una asombrosa sencillez y una gran sabiduría. Se trata de cuentos donde los personajes suelen ser gente que se halla desorientada y que, en un momento determinado, se interroga sobre el sentido de su vida.

LA ÚLTIMA NOCHE

James Salter
Traducción de Luis Murillo Fort
Salamandra. Barcelona, 2006
160 páginas. 11,90 euros
Casi dos decenios han transcurrido desde que James Salter ofreciera al lector un nuevo libro. En España lo hemos conocido tan sólo en los últimos años, de la mano de la casa editorial El Aleph, y su recepción ha estado claramente por debajo de su innegable calidad. Vamos a confiar en que este libro de relatos haga de gancho otra vez y nos introduzca en la escritura de un tipo aparentemente discreto y literariamente imbatible. Salter es un relator de los asuntos de la gente media norteamericana, pero su capacidad de trasmutarlos en literatura lo levanta por encima de tantos buenos profesionales que se ocupan del lado oscuro del sueño americano. La calidad de trazo psicológico de sus personajes y el modo de perfilar honestamente un conflicto dramático se manifiesta con fuerza en una novela como Años luz -y ésa es una de sus bazas como escritor-, pero hasta ahora no había conseguido llegar al grado de depuración que muestra en este libro de relatos.
Hay escritores a los que uno lee como si cabalgara un fogoso caballo y los hay que, disponiendo de semejante intensidad, prefieren la serenidad que transmite sabiduría. Es el caso de Salter en La última noche. Los suyos son cuentos que aparecen ante el lector no como entidades formidables, sino como esa ráfaga de viento que transforma un paisaje a los ojos del que mira y después desaparece dejándolo con la sensación de que ha sucedido algo que afecta a su vida y, por lo tanto, es memorable. Son cuentos de gente más bien perdida, emocionalmente perdida e instalada en la madurez; hombres y mujeres de clase media o media alta, tocados por la vida, solos, divorciados, en pareja... que se preguntan repentinamente por el sentido de su vida. En ellos concurren varios asuntos; el más importante de todos es la fugacidad; o quizá no sea el más importante sino el más común a todas las historias.
Un segundo asunto de igual importancia, digamos que complementario, es la imagen del tiempo perdido, no porque se haya perdido por sí mismo, sino porque representa la oportunidad fallida, la elección que no debió de ser, incluso la lealtad mal entendida, que se contempla desde el presente. Y lo que remata y cierra el círculo es el desamor; el desamor -en sus múltiples facetas- como resultado de una elección; la pérdida concebida como algo que ha sucedido, pero que no ha sido enfrentado. Y, naturalmente, el problema del tiempo nos sumerge en lo inasumible de la pérdida.
Salter tiene muy buen cuidado de no abandonarse a la nostalgia y consigue librarse de ese lastre por su admirable tratamiento de la fugacidad. La fugacidad se concibe como una forma de realidad y nada más (y nada menos), no como la sola emotiva representación de una pérdida, lo cual ayuda a elevar la temperatura dramática de los relatos de manera convincente.
El estilo de Salter en estos cuentos se apoya, sobre todo, en el valor, la relevancia que concede a lo aparentemente irrelevante. Su método es el de reunir en un mismo tronco varias ramas que no tienen una relación evidente entre sí sino tan sólo un denominador común (suele ser un personaje) que poco a poco va descubriendo que todas nacen del mismo árbol. También utiliza desplazamientos de tiempo dentro de una misma historia para lograr una expresividad mayor y una permanente llamada de atención al lector para que no pierda en ningún momento el valor de lo sugerente, de lo sugerido. En verdad, los relatos semejan, tanto en su consecución como en su tono y en su aparente ligereza, en su también aparente nimiedad, una acuarela, una de esas maravillosas acuarelas cuya pericia en la pincelada fija la imaginación del observador y lo embarca en un fascinante viaje hacia el conocimiento.
Entre todos los cuentos de un conjunto soberbio, destaca el que da título al libro, un relato que linda la genialidad y que es, además, un relato de nuestro tiempo, es decir, un relato que sólo puede contarse así porque es un exacto hijo de su tiempo, de las convenciones, el modo de ser y de entender la vida, el dolor y la extenuación que se corresponde con este tiempo que nos ha tocado vivir, lo que lo convierte en un relato auténticamente original. Pero lo mejor del libro es su unidad, su transparencia y -como sucede con todo lo que es verdaderamente transparente- la impecable y arrebatadora sencillez con que se nutre de la última verdad de la literatura: esa manera de contar cuya esencia es lo misterioso de la realidad.


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