lunes, 21 de octubre de 2013

Richard Ford / Flores en las grietas

Richard Ford

Flores en las grietas


Richard Ford vuelve con 'Canadá', epopeya sin lirismo sobre la familia y las segundas oportunidades

En la novela reformula algunos de los grandes temas de la tradición literaria de Estados Unidos 

Álex Vicente, El País, 24 de agosto de 2013

El escritor Richard Ford. / SANDRINE ROUDEIX/OPALE
La mañana posterior a la reelección de George W. Bush, Richard Ford decidió cruzar la frontera en dirección a Canadá. Pero no para emprender un exilio forzado, como tantos intelectuales neoyorquinos juraron que harían (y nunca cumplieron), sino para conseguir que le inyectaran una vacuna contra la gripe, que la sanidad estadounidense no creyó que mereciera. El protagonista de su última novela, Dell Parsons, emprende ese camino medio siglo antes, adentrándose en el territorio vecino por una carretera que no se distingue demasiado de la que ha dejado al otro lado de la frontera, pero donde hay más casas y graneros y molinos de viento. Entonces cuenta 15 años y una amiga de su familia le conduce a Canadá en busca de una segunda oportunidad. Con la primera no ha tenido suerte: sus padres acaban de ser detenidos por robar un banco y su hermana se ha dado a la fuga. En esa tierra gélida y desconocida —que “trata mejor a sus propios indios” y “cuyo dólar misteriosamente vale más que el nuestro”, como observa Dell—, el protagonista logra reconstruirse.
Puede que Canadá (se publica el 4 de septiembre) sea la primera aspirante a gran novela americana que un estadounidense ubica en el país vecino. “Creí que los canadienses me concederían una medalla al mérito por semejante proeza, pero nunca llegó”, ironiza el escritor, recién amanecido y sentado en su despacho de East Boothbay, en el Estado de Maine. “Me mudé aquí para poder vivir junto al mar. Antes lo hice en Nueva York, Los Ángeles, Chicago y Nueva Orleans, pero la vida en la ciudad no me satisfacía, porque es demasiado ruidosa y uniforme. Sé que es una forma patricia de ver las cosas, pero así es como me siento. Espero terminar mis días junto al mar”, explica. Creados a su propia imagen, los personajes de Ford encarnan a la perfección esa movilidad estadounidense por antonomasia, que impulsa a cualquier hijo de vecino a marcharse a la otra punta de su geografía para empezar de cero cuando las cosas se ponen feas, en una búsqueda incesante de esa felicidad precaria e inscrita en la constitución federal.
PREGUNTA. ¿Ha mejorado su escritura desde que abandonó la ciudad?
RESPUESTA. No sé si soy yo quien debería decirlo. En cualquier caso, no tengo la sensación de trabajar en mejores condiciones. Cada novela es un nuevo reto, porque intento que me salga mejor que la anterior. No creo que ningún escritor alcance un altiplano creativo en el que logre mantenerse durante años. Es la diferencia entre creerse un profesional y un amateur. Yo me sigo considerando un aficionado.
P. Tengo entendido que Canadá surgió de una apuesta con Raymond Carver.

Cuando te dedicas a esto durante muchos años, acabas entendiendo que no seguirías escribiendo
si nadie te leyera
R. Déjeme pensar si eso es cierto [suspira y reflexiona]. Sí, se podría decir que lo es. Allá por 1986 cruzamos la frontera para cazar gansos salvajes. Nos encontrábamos en la provincia de Saskatchewan y decidimos hacer una apuesta para ver quién era capaz de integrar ese nombre en un relato. Gané yo, pero solo porque Ray murió antes de poder realizarlo. Esa debió de ser la llama que encendió mi interés literario por Canadá.
P. En la novela, el país vecino adquiere los rasgos de un refugio, tras la tumultuosa experiencia del protagonista en Montana. ¿Considera que Canadá es un lugar mejor que Estados Unidos?
R. No creo que sea un lugar mejor, pero sí que se trata de un muy buen lugar. Es un país completamente distinto pese a que, a simple vista, parezca casi idéntico. Es un lugar mucho menos violento que Estados Unidos, más receptivo a la diferencia y al cambio, donde la importancia de la propiedad privada es mucho menor. Canadá es un lugar donde los estadounidenses nos sentimos liberados de ciertas imposiciones de la vida en nuestro país.
P. La novela explora la vigencia del mito fundacional estadounidense: la posibilidad de volver a empezar en cualquier otro lugar. ¿No ha demostrado la historia que se trata de una falsa ilusión?
R. Es una cuestión compleja. Los estadounidenses seguimos creyendo que podemos reinventarnos trasladándonos a cualquier punto de nuestro vasto continente. El resultado no siempre está a la altura, pero el mito no resulta falso en sí. Como decía Emerson, el problema suele ser uno mismo. Puedes cambiar de ciudad y alterar las vistas en tu ventana, pero cambiarte a ti mismo es más difícil. Lo cual no significa que uno no pueda darse nuevas oportunidades.
P. En cambio, su admirado F. Scott Fitzgerald aseguró que “las vidas estadounidenses no tienen segundo acto”.
R. Como tantos otros aforismos sobre la existencia, el de Fitzgerald no aguanta un escrutinio riguroso. Yo no creo que tengamos una sola oportunidad en la vida. El problema de Fitzgerald y de Hemingway es que se quedaron atascados con el punto de vista que tenían a los 20 años. Yo tengo casi 70, así que he tenido tiempo de revisar mis opiniones sobre la vida.
P. Canadá aborda un conflicto recurrente en su tradición literaria: el que enfrenta a individuo y comunidad, habitual desde el primer relato auténticamente estadounidense, Rip van Winkle, de Washington Irving. Su protagonista era un colono que, harto de la vida en común, escapaba al bosque.
R. Es una tensión central en nuestra tradición literaria y también en la vida diaria, así que no me parece extraño que sea uno de los temas más importantes de mi obra. El día de la independencia trataba de este asunto. Al final del libro, Frank Bascombe observaba el desfile del 4 de julio a distancia, hasta que se daba cuenta de que quería unirse a él. La mejor solución siempre será unirse al desfile, vincularse a la comunidad. No se debe confundir independencia con aislamiento.
P. En su nuevo libro este sentimiento de pertenencia tiene matices. Dell acaba haciendo las paces con su país, pero desde el otro lado de la frontera. ¿No es su punto de vista más crítico de lo habitual?
R. Tiene razón. El sentimiento de afiliación es menor. La solución para Dell acaba siendo reconstruirse en otro lugar. Es casi como si le empujaran al otro lado de la frontera. Nunca me he atrevido a decirlo, porque nadie me había hecho esta reflexión, pero puede que este libro no contenga un discurso muy positivo sobre mi país. Aunque tampoco quiero excederme, porque yo amo a Estados Unidos. Se trata de un gran país. Es solo que atraviesa un mal momento.

Puedes cambiar de ciudad y alterar las vistas en tu ventana, pero cambiarte a ti mismo es más difícil
P. ¿Cuál sería su diagnóstico sobre la situación actual?
R. Podría empezar diciendo que tenemos un presidente formidable, pero que es saboteado cada vez que intenta hacer algo significativo.
P. En 2009 escribió una tribuna sobreObama en Libération, en la que decía: “No debemos dejarnos llevar por una decepción cínica cuando revele que es humano. Él siempre ha dicho que lo era. Somos nosotros quienes lo hemos erigido en salvador”. ¿Lo sigue pensando?
R. Sí. Creo que, cada vez que se celebran elecciones, nuestra función es mandar al mejor hombre posible a la Casa Blanca. Y Obama lo era. Después estamos obligados a convivir con sus decisiones durante cuatro años, tanto si nos gustan como si no. Lo importante es escoger a una persona buena, inteligente y responsable. No me gusta que no haya salido de la guerra o que promueva la vigilancia de ciudadanos inocentes, pero también ha hecho cosas muy positivas, como la reforma de la cobertura médica.
P. ¿Qué opina de Bradley Manning y Edward Snowden? ¿Los considera héroes?
R. Mi punto de vista es complejo. Por una parte, me parece normal que sean juzgados, puesto que se han saltado la ley. Snowden tendría que volver a Estados Unidos y enfrentarse al juicio. Pero, por la otra, creo que tendría que ser absuelto, porque en el fondo nos ha hecho un gran servicio a todos.
P. ¿Hasta qué punto le inspira la actualidad? Hace unos años dijo que le parecía “prematuro” escribir sobre el 11 de septiembre. ¿Necesita distancia respecto a la historia para poder novelarla?
R. No estoy seguro. En este momento escribo cuatro relatos breves sobre Bascombe tras el paso del huracán Sandy, que ocurrió en octubre pasado. Algunas veces, la actualidad logra inspirarme. El problema del 11-S es que supuso una pérdida demasiado profunda. No tenía nada que decir aparte de lo que resultaba obvio, así que no sentí que pudiera escribir una novela al respecto.
P. El conflicto entre el hombre y una naturaleza salvaje e indomable es otro tema clásicamente estadounidense. Superar un atentado terrorista, en un país que nunca había vivido un ataque exterior, excepto Pearl Harbor, no lo es. ¿Tiene que ver con eso?
R. No puedo negarlo. Existe una reacción ancestral en nuestra manera de responder a una catástrofe natural. En ella, aparece algo indefectiblemente humano que me interesa mucho. En cambio, no soy capaz de entender cómo aceptamos algo tan espantoso como el 11-S, que fue una catástrofe totalmente antinatural.
P. A un nivel general, ¿qué problemas detecta cuando observa su cultura?
R. Detecto un gran narcisismo. Nadie tiene ningún sentido de la responsabilidad por nada que no sea uno mismo. De todas formas, mi punto de vista es el de un hombre viejo. Si le hubiera hecho la misma pregunta a un anciano en 1910, seguro que la respuesta sería la misma.
P. Tal vez no. El individualismo, acentuado por el modelo económico, es más pronunciado hoy que hace un siglo.
R. Es verdad. Existe el sentimiento de que la vida se ha vuelto ingobernable. Todos aquellos que no tienen la capacidad intelectual de afrontar esta perspectiva se refugian en sus asuntos privados. El resultado acaba siendo cada vez más individualismo, cuando lo que necesitaríamos es más sentido de comunidad y más esfuerzo por el interés general.
P. ¿Existe un sentimiento de culpa en el hecho de pertenecer a una cultura tan poderosa, incluso en términos industriales?
R. No me he sentido culpable en la vida. Lo que no significa que no sea sensible a este asunto. Uno nace donde nace por accidente. Y esa aleatoriedad no me confiere responsabilidad ni culpa, aunque tal vez sí la voluntad de hacer algo útil con mi vida, ya que he tenido esta suerte. Escribo novelas con la esperanza de que tengan un efecto. Cuando te dedicas a esto durante muchos años, acabas entendiendo que no seguirías escribiendo si nadie te leyera. Existe una conexión entre el escritor y la moral pública.

Tenemos un presidente formidable, pero que es saboteado cada vez que intenta hacer algo significativo
P. ¿La moral cuenta para usted?
R. En este contexto cuenta mucho. Al leer una novela, uno puede observar el resultado de un comportamiento y corregir el suyo propio en la vida real, aprendiendo algo sobre la naturaleza humana que antes tal vez desconocía. Pero bueno, puede que todo esto solo sean pequeñeces…
P. Si llegan a tener efecto, no lo son.
R. El problema es que la mayoría de mis conciudadanos —y no pretendo situarme por encima de ellos, sino describir lo que observo a mi alrededor— no se permite el lujo de hacerse este tipo de preguntas. ¿Qué puedo hacer para mejorar la vida de los que me rodean? ¿Qué puedo aprender sobre mi relación con el resto del mundo? Esas son las cosas que nos invita a preguntarnos una novela.
P. Sus personajes suelen ser solitarios que no logran adaptarse a las formas convencionales de organización social. Se encuentran desarraigados y a la deriva. ¿Tal vez porque usted se sintió así al nacer en el sur, un lugar que nunca le gustó demasiado?
R. Algo de eso hay. Siempre sentí una discrepancia fundamental, una desconexión profunda con esa tierra. Sentí un vacío que tenía que rellenar para conseguir que mi vida fuera plena.
P. ¿Es cierto que una vez dijo que odiaba a los niños?
R. Lo dije con afán provocador, aunque es cierto que no disfruto de su compañía. No me importa que me acusen de misántropo; puedo vivir con eso. Prefiero dedicar mi vida a algo útil que desviar mi atención hacia un pobre inocente que ha venido al mundo contra su voluntad. ¿No cree que existe un motivo por el que los niños llegan a este mundo llorando?
P. La primera mitad de Canadá puede leerse como el monólogo de un paciente tumbado en el diván. ¿Recorre Dell los recuerdos de su infancia para ordenar su existencia e intentar aprender algo de ella, casi como en un psicoanálisis?
R. No sé si es una novela psicoanalítica, pero está claro que es analítica. Está contada por un hombre que se acerca al final de su vida —y soy experto en el tema, porque estoy llegando al término de la mía— y decide relatarse su propia historia. Es una forma de demostrarse a sí mismo que, pese a la disparidad de sus vivencias, su existencia ha resultado coherente.
P. ¿Se trata de dotarse de un relato personal para configurar una identidad propia y luego poder celebrarla, como diría Walt Whitman?
R. De nuevo, si existe celebración alguna, tenemos que escribirla en minúsculas. Se trata de un proceso de aceptación de uno mismo que siempre ha existido. Lo que hicieron Freud y Jung no fue más que institucionalizar algo que los humanos ya desarrollaban de manera natural.
P. El libro empieza en 1960, cuando su padre murió; sus progenitores también eran de confesiones diferentes, y usted mismo participó en pequeños robos en su Misisipi natal. ¿Qué porcentaje de autobiografía contiene Canadá?
R. Soy culpable de todo eso, pero cuando me hablan de autobiografía me resisto ligeramente, no quiero que se subestime mi imaginación. Es decir, tiene toda la razón: crecí con un padre ausente y sé lo que es robar, pero mi madre no era judía y tampoco crecí en Montana. Los detalles autobiográficos son minúsculos.
P. ¿No encierra este libro una voluntad de entender mejor su propia historia?
R. Desconfío del verbo entender. Siempre empiezo mis clases en Columbia preguntando a mis estudiantes qué significa entender. Suelen responder que es algo así como encontrar una aguja en un pajar. En mi opinión, esa aguja no existe y buscarla supone una pérdida de tiempo.
P. Lo dice al final del libro, cuando escribe que “la vida se nos entrega vacía y el sentido oculto casi no existe”.
R. Eso es de Ortega y Gasset. La vida nos es arrojada y la existencia se convierte en una experiencia poética.
P. Otra constante en su obra es la reflexión sobre la masculinidad. Sus protagonistas fueron educados con un modelo de varón a la antigua que ha dejado de ser útil y tienen que encontrar nuevas maneras de convertirse en hombres.
R. Se trata de algo tan integrado en mí que ni siquiera soy consciente de ello. Me educó una madre muy fuerte y he vivido con la misma mujer durante los últimos 50 años. La masculinidad de John Wayne nunca fue un modelo para mí. Crecí en un mundo donde las mujeres eran mis iguales. Mis protagonistas suelen ser hombres, pero se podría cambiar el género de cualquiera de ellos y el resultado no sería demasiado diferente.
P. ¿Hasta qué punto resulta determinante su dislexia para entenderle como persona y como escritor?
R. Si no fuera disléxico, no sé si sería el mismo tipo de novelista. A consecuencia de mi lentitud en la escritura y la lectura, mis libros son más pacientes y profundos que acelerados y superficiales. La dislexia te obliga a escuchar con atención a los demás si quieres entender algo. Esto hoy resulta de lo más exótico, porque en la mayoría de conversaciones no se comparte información. No hay empatía ni compasión, ni tampoco entendimiento posible. Las conversaciones de hoy consisten en un grupo de personas haciendo cola, esperando su turno para hablar.


Otro país, otra vida

'Canadá' es una novela familiar y de formación; también un ejercicio de memoria

Novela familiar y de formación, así como ejercicio de memoria en torno a la participación de la herencia en el destino, Canadá se abre con el absurdo atraco de un banco en un pueblo perdido de Dakota del Norte, por parte de una pareja en apariencia normal que tiene dos hijos gemelos quinceañeros. El narrador, Dell, tras el desastre de sus padres encarcelados y la huida de su hermana Berner, se fuga a Canadá para evitar el orfanato. Estamos al inicio los años sesenta, cuando Kennedy todavía no es presidente y en el aire se respiran ya los incendios que prenden aquí y allá en el tejido social de la nación. Con este escenario, Richard Ford, el sólido narrador de Misisipi (1944, Jackson), arma su séptima novela, en la que percibimos ecos de obras anteriores, sobre todo de Incendios (1990), en la que también había un narrador adolescente, Joe Brinson.

Dell cuenta la historia de cómo todo se echó a perder en el verano en que él empezaba a implicarse en su futuro, le interesaba el mundo de las abejas y el ajedrez, y tenía ganas de ir al instituto. Sus padres eran muy distintos, tanto en lo físico como en su manera de pensar. Bev, militar de aviación, cambiando a menudo de destino, donde solían quedar aislados del resto de la gente, lo que parecía gustar a Neeva, mujer menuda de padres judíos que aspiraba a una vida mejor. Le gustaban los libros y la poesía. Apuesto y despreocupado, Bev se metió en negocios dudosos en la base de Montana y tuvo que dejar su puesto. Y luego siguió por ese camino, vendiendo coches usados y haciendo de intermediario con indios que robaban reses y vendían la carne a terceros. Dell se pregunta si fue esa desconexión entre sus padres con el entorno lo que provocó la ruina familiar. Un día Bev decide que la única manera de salir del embrollo en que se ha metido es atracar un banco.
Ford reconstruye esos momentos con buen pulso y sensibilidad. Dell es un narrador fiable, desapasionado, casi imparcial, que escribe medio siglo después de los hechos con la intención de encontrar en ellos el trazo de la línea que siguió después su vida. Muestra la debilidad de la madre, la inconsistencia del padre que arrojó bombas en Japón durante la guerra y quedó marcado por una incurable “ingravidez”, que podríamos considerar quizá un rasgo permanente de la sociedad americana. En el fondo, atracar un banco es lo que cualquier buen padre de familia ha pensado alguna vez para sacar la casa adelante y nunca llegará a hacer. Pero a Bev parecía gustarle la idea. La cuestión es por qué su mujer, que barrunta dejarle e irse con sus hijos, pues siente un “tedio físico” por su marido, le secunda en un patético remedo de Bonnie y Clyde. Esto es lo que intenta explicar Dell, así como otras muchas cosas: la postura de su hermana y su relación con ella, la secuencia de una serie de actos en apariencia inocuos que al final resultan fatales para todos. Seguimos a Dell con interés, compartiendo sus reflexiones, haciéndonos con él preguntas apenas esbozadas y que calan en el ánimo y nos interrogan sobre nuestra propia vida y sus vericuetos. Cuando los padres y la hermana desaparecen a las puertas de su juventud, Dell empieza otra vida. Es como si volviese a nacer, aunque no lo sea, atravesando lo que Conrad llamó “la línea de sombra”, el paso en esta ocasión brutal de la inocencia a la madurez.
Y la novela se adentra en Canadá, donde se refugia Dell, acogido por un compatriota enigmático con turbio pasado. Sabe que todo será muy duro a partir de ahora pero que no tiene nada que perder. Y esa idea le guiará, libre de ataduras, excepto de las que compone la memoria que ahora suelta al escribir su relato. Sin abandonar los hilos de cierta intriga, porque en la primera frase de la novela dice que primero hablará del atraco y luego de “los asesinatos”, que deja para el final, Ford nos guía a través de la “educación” forzosa de Dell, cuyos hitos se suceden sin significados ocultos, sin misterio más allá de la realidad desnuda. El abstruso Remlinger será una prueba más para su carácter, contaminado por el de su padre, y el reencuentro final con su hermana una forma de cerrar bien el relato. Y el resultado novelesco, consistente, valioso, apenas deslucido por la resolución algo artificial de los homicidios, que hacen pensar en lo buena que fue la primera parte del libro, es que el lector queda suspendido en la lucidez sin juicios del protagonista, envuelto en un discurso sobrio y plausible, formado por palabras que parecen necesarias, y por fin conmovido no sabe bien de qué, tal vez de “la nerviosa intensidad americana por algo más”.

Canadá, de Richard Ford. Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2013. 507 páginas. 24,90 euros


No hay comentarios:

Publicar un comentario