martes, 29 de octubre de 2013

Margaret Atwood / Un retrato de Alice Munro

Alice Munro según Triunfo Arciniegas
Foto de Derek Shapton

Alice Munro: un retrato
Por Margaret Atwood


VERSIÓN ORIGINAL EN INGLES

The Guardian, 12 de octubre de 2013
Traducción de Franco Cubello

Las emociones manan de la obra de Alice Munro; los preconceptos se desmoronan; las sorpresas proliferan; el asombro surge; los crímenes escabrosos, los excesos sexuales ocultos y los rumores extraños abundan debajo de la superficie de respetabilidad. Su colega Margaret Atwood habla de cómo estos relatos de una pequeña ciudad de Ontario elevaron a Munro a la "santidad de la literatura internacional"

Alice Munro


Alice Munro se encuentra entre los escritores más importantes de la ficción inglesa de nuestro tiempo. Los críticos, tanto de Norteamérica como de Gran Bretaña, le han adjudicado numerosos súper superlativos, ha ganado muchos premios y tiene lectores devotos en todo el mundo. Es la clase de escritora sobre la que se dice que no importa cuán conocida sea, se debería conocer más.
Nada de todo esto sucedió de la noche a la mañana. Munro escribe desde la década de 1960, y su primera volumen, La danza de las sombras felices, fue publicada en 1968. Aunque su ficción ha sido un tema regular del New Yorker desde la década de los setenta, su elevación reciente a la santidad de la literatura internacional se llevó mucho tiempo, en parte, debido a la forma en la que escribe. Es una escritora de cuentos —"cuentos cortos" como solían llamarse, o "ficción corta", que es más común en la actualidad. Aunque muchos escritores estadunidenses, británicos y canadienses de primer rango han practicado este estilo, sigue existiendo una tendencia muy difundida, aunque falsa, a igualar la extensión con la importancia.
Por lo tanto, Munro ha estado entre esos escritores sujetos al redescubrimiento periódico, al menos fuera de Canadá. Es como si saltase desde el interior de un pastel: "¡Sorpresa!", y luego tuviera que saltar del pastel otra y otra vez. Los lectores no ven su nombre iluminado en los espectaculares. La encuentran como si fuese un accidente, o el destino, son capturados, estallando luego, maravillados y excitados, cuestionando con incredulidad: “¿De dónde apareció Alice Munro? ¿Por qué nadie me habló de ella? ¿Cómo puede haber surgido tal excelencia de ninguna parte?”
Pero Munro no surgió de ninguna parte. Apareció —aunque es un verbo que sus personajes encontrarían demasiado vivaz y ciertamente pretencioso— de Huron County, en el sudoeste de Ontario; fue llamado Sowesto por el pintor Greg Curnoe, y el nombre se quedó. La visión de Curnoe era que Sowesto era un área de un interés considerable, pero también de considerable oscuridad y rareza psíquicas, una visión compartida por muchos. Robertson Davies, también de Sowesto, solía decir “Conozco los modos populares oscuros de mi gente”, y Munro también los conoce.
La naturaleza exuberante, los sentimientos reprimidos, los frentes respetables, los excesos sexuales ocultos, los brotes de violencia, los crímenes escabrosos, los resentimientos antiguos y los rumores extraños, siempre están cerca en el Sowesto de Munro, en parte porque todo ello forma parte de la vida real de la región.
Cuando Munro era una niña, en los 30 y los 40, la idea de que una persona de Canadá, especialmente alguien de una población pequeña del sudoeste de Ontario, pensara que podría ser tomada en serio como escritora en el mundo, era risible. Aun en los años 50 y 60 había muy pocos editores en Canadá, y éstos publicaban mayormente textos escolares e importaban literatura de Gran Bretaña y Estados Unidos. También había radio, y en los 60 Munro debutó en un programa de CBC llamado Antología, producido por Robert Weaver.
Pero los lectores internacionales conocían a muy pocos escritores canadienses, y se daba por sentado que era mejor salir del país si tenías aspiraciones de ese tipo —aspiraciones de las cuales te sentirías avergonzado y a la defensiva, porque el arte no era algo con lo que jugaría una persona adulta y moralmente creíble. Todos sabían que no podrías esperar ganarte la vida escribiendo.
Podía ser marginalmente aceptable incursionar en la pintura con acuarelas o en la poesía si eras cierto tipo de hombre, descrito por Munro en La temporada del pavo: “En la ciudad había homosexuales, y sabíamos quiénes eran: un empapelador elegante, de voz suave y cabello ondulado que se hacía llamar decorador de interiores; el hijo único, gordo y malcriado, de la viuda del ministro, que llegaba al extremo de participar en concursos de pastelería y que había tejido un mantel al crochet; un hipocondríaco intérprete de órgano y maestro de música que mantenía a raya al coro y a sus alumnos con berrinches y gritos”. También podías practicar el arte como pasatiempo, si eras una mujer con algo de tiempo libre, o ganarte la vida en un empleo de pseudoarte mal pagado. Las historias de Munro están salpicadas de mujeres como estas. Toman lecciones de piano o escriben columnas informales en el periódico. O, más trágico, tienen un talento real, aunque pequeño, como Almeda Roth en Meneseteung, que produce un volumen de versos menores titulado Ofrendas, pero no hay contexto para ellas.
A través de la ficción de Munro, Huron County se ha unido al Yoknapatawpha County de Faulkner como un área que se hizo legendaria por la excelencia del escritor que la celebró, aunque en ambos casos “celebrar” no es la palabra correcta. Tal vez “diseccionar” sería una descripción más precisa de lo que sucede en la obra de Munro, aunque ese término es demasiado clínico. ¿Cómo deberíamos llamar a la combinación de escrutinio obsesivo, desentierros arqueológicos, recuerdos precisos y detallados, los regodeos crueles en las facetas más sórdidas, malignas y vengativas de la naturaleza humana, el relato de secretos eróticos, la nostalgia por las miserias pasadas y la celebración a la plenitud y la variedad de la vida?
Al final de “La vida de las mujeres” (1971), un retrato de la artista cuando era joven, hay un pasaje muy revelador. La protagonista, que para este momento ha cruzado a la tierra prometida de la adultez, y también de la escritura, dice de su adolescencia:

“Intentaba hacer listas. Una lista de todas las tiendas y empresas de la calle principal y de quiénes eran sus propietarios, una lista de nombres de la familia, de los nombres de las lápidas del cementerio y de las inscripciones bajo ellos...
“La esperanza de precisión que tenemos al emprender tales tareas es una locura dolorosa.
“Y ninguna lista podía contener lo que yo quería, porque lo que quería era hasta el último dato, todas las capas de palabras y pensamientos, cada relámpago sobre la corteza o las paredes, todos los olores, pozos, dolores, grietas, desilusiones, quietos y unidos; radiantes y eternos”.

Esto es abrumador como programa de trabajo, pero Munro lo siguió durante los 35 años siguientes con una sorprendente lealtad.
Alice Munro nació en 1931 y fue bautizada con el nombre de Alice Laidlaw. Sus ancestros son en parte presbiterianos escoceses: puede rastrear a su familia hasta James Hogg, el Pastor de Ettrick, amigo de Robert Burns y de los literatos de Edimburgo de fines del siglo XVIII, y autor de Confessions of a Justified Sinner, que podría ser un título de Munro. Por el otro lado de la familia había anglicanos, para los que se dice que el peor pecado era usar el tenedor equivocado en la cena. La conciencia aguda de clase social de Munro, y las minucias y desdenes que separaban a un nivel del siguiente, se presentan honestamente, en el hábito que tienen sus personajes de examinar rigurosamente sus acciones, emociones, motivos y conciencias, y encontrarlos deficientes. En una cultura protestante tradicional, como la de Sowesto, el perdón no se encuentra fácilmente, los castigos son frecuentes y duros, la humillación y la vergüenza potenciales acechan en cada esquina y nadie se libra de casi nada.
Pero esta tradición también contiene la doctrina de la justificación por la fe: la gracia desciende sobre nosotros sin que hagamos nada. En la obra de Munro abunda la gracia, pero usando un disfraz extraño: nada es predecible. Las emociones estallan; las preconcepciones se desmoronan; las sorpresas proliferan; los asombros saltan; los actos maliciosos pueden tener consecuencias positivas; la salvación llega cuando menos se espera y adquiere formas peculiares.
Pero en el momento mismo en el que se hace una afirmación tal sobre los escritos de Munro, o cualquier otro análisis, inferencia o generalización sobre éstos, te acuerdas de ese comentarista burlón que tan a menudo está presente en sus relatos, que dice en esencia: “¿Quién te crees que eres? ¿Qué te da el derecho de pensar que sabes algo de mí o, para el caso, de cualquier otra persona?” O para citar de “La vida de las mujeres”: “La vida de la gente... era aburrida, simple, sorprendente e incomprensible: cuevas profundas pavimentadas con linóleo de cocina”.
El mundo ficticio de Munro está habitado por personajes secundarios que desprecian el arte y el artificio, y cualquier clase de presunción o alarde. Es contra estas actitudes y de la desconfianza que inspiran, que sus personajes centrales deben luchar para liberarse lo suficiente como para crear algo.
Al mismo tiempo, sus protagonistas escritores comparten la desconfianza y el desdén por el lado artificial del arte. ¿Sobre qué se debería escribir? ¿Cómo se debería escribir? ¿Cuánto del arte es genuino, cuánto es solamente un saco de trucos baratos que imitan a la gente, manipulan sus sentimientos y hacen muecas? ¿Cómo se puede afirmar algo sobre otra persona —una persona inventada— sin alardear? Sobre todo, ¿cómo debería terminar una historia? (A menudo Munro ofrece un final, luego lo cuestiona o lo corrige; o simplemente desconfía de él, como en el párrafo final de Meneseteung, donde el narrador dice: “Podría haberlo entendido mal”.) ¿Acaso no es una arrogancia el mero acto de escribir, no es la pluma un castillo en el aire? Varios relatos —“Friend of My Youth”, “Carried Away”, “Wilderness Station”, “Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage”— contienen cartas que demuestran la vanidad o falsedad, o hasta la malicia de sus escritores. Si escribir cartas puede ser tan engañoso, ¿qué hay de la escritura en sí?

Esta tensión nunca la ha abandonado; como en Las lunas de Júpiter, donde los personajes artísticos de Munro son castigados por no triunfar, pero también son castigados por el éxito. La escritora, pensando en su padre, dice: “Podía oírlo decir ‘Bueno, no vi nada sobre ti en Maclean's’. Y si había leído algo sobre mí decía: ‘Bueno, ese artículo no me pareció muy bueno’. Su tono era burlón e indulgente, pero me producía un vacío espiritual muy familiar. El mensaje que recibía de él era simple: hay que luchar por la fama y disculparse por ella. Serás culpado por ella, la logres o no”.

El “vacío espiritual” es uno de los grandes enemigos de Munro. Sus personajes luchan contra él de todas las maneras posibles, batallando contra las exigencias agobiantes y las expectativas letales de otras personas y las reglas de conducta impuestas, y todas las clases posibles de represión y ahogo espiritual.
La batalla por la autenticidad se libra, significativamente, en el campo del sexo. El mundo social de Munro —como en la mayoría de las sociedades en las que el silencio y el secreto son la norma cuando se trata de asuntos sexuales— lleva consigo una alta carga erótica, y ésta se expande como una luz de neón alrededor de cada personaje, iluminando paisajes, habitaciones y objetos. En las manos de Munro, una cama destendida dice más de lo que jamás pudo decir una descripción detallada de los genitales. Los personajes de Munro están siempre al tanto de la química sexual en una reunión —de la química entre otros al igual que de sus propias respuestas viscerales. Enamorarse, la lujuria, escurrirse de los cónyuges y disfrutarlo, decir mentiras sexuales, hacer cosas vergonzosas que se sienten impulsados a hacer llevados por un deseo irresistible, hacer cálculos sexuales basados en la desesperación social, son procesos que pocos autores han explorado con más detalle y crudeza. Para las mujeres de la generación de Munro, la expresión sexual era una liberación y una salida. ¿Pero una salida de qué? De la negación y el desdén limitantes que describe tan bien en La temporada del pavo:
“Lily dijo que nunca permitiría que su esposo se le acercara si había estado bebiendo. Marjorie dijo que desde la vez en que casi murió de una hemorragia nunca había vuelto a permitir que su esposo se le acercase, punto. Entonces Lily dijo rápidamente que su marido solo intentaba algo cuando había estado bebiendo. Me daba cuenta de que no dejar que el esposo se les acercara era solo una cuestión de orgullo, pero no podía creer que ‘acercarse’ significara ‘tener relaciones sexuales’”.
La sociedad sobre la que escribe Munro es cristiana. Esta cristiandad a menudo no es pública, es meramente el antecedente general. En The Beggar Maid, Flo decora las paredes con "varias admoniciones, pías y alegres y levemente obscenas":

"El Señor es mi pastor cree en el señor Jesús y serás salvado".

¿Por qué tendría Flo esas frases cuando ni siquiera era religiosa? Porque era lo que tenía la gente, era tan común como los calendarios.
La cristiandad era “lo que tenía la gente”; y en Canadá la iglesia y el estado nunca se separaron según las normas establecidas en Estados Unidos. Las oraciones y las lecturas de la Biblia eran lo común en las escuelas públicas. Esta cristiandad cultural le ha aportado un gran material a Munro, pero también está conectado con uno de los patrones más distintivos de sus imágenes y estilo de relato.
El principio central cristiano es que dos elementos diferentes y mutuamente exclusivos —la divinidad y la humanidad— se unieron en Cristo, y ninguno de los dos aniquiló al otro. El resultado no fue un semidiós, o un Dios disfrazado: Dios se volvió totalmente humano mientras que, al mismo tiempo, siguió siendo totalmente divino. Creer que Cristo era solo un hombre, o que simplemente era Dios, fue declarado una herejía por la iglesia cristiana de los primeros tiempos. Por lo tanto, la cristiandad depende de la negación de ambas, o de anular la lógica y aceptar el misterio de que ambas cosas existan al mismo tiempo.
Muchas de las historias de Munro se resuelven, o no, precisamente de esta manera: una cosa puede ser cierta, pero no cierta, y sin embargo cierta. “Es real y deshonesto” piensa Georgia de su remordimiento, en Differently. “Me resulta muy difícil creer que lo inventé” dice el narrador de El progreso del amor. El mundo es profano y sagrado, debe ser tragado entero. Siempre hay más en él de lo que podrías imaginarte.
En un cuento llamado Something I've been Meaning to Tell You, la celosa Et describe al ex amante de su hermana —un mujeriego promiscuo— y cómo mira a todas las mujeres, con una mirada “que lo hacía parecer deseoso de ser un buzo de altamar sumergiéndose más y más a través del vacío, el frío y el naufragio, para descubrir la única cosa que desea su corazón, algo pequeño y precioso, difícil de encontrar, tal vez como un rubí, en el fondo del mar.”
Las historias de Munro abundan en ese tipo de buscadores cuestionables y estratagemas bien señaladas. Pero también abundan en percepciones: dentro de cualquier historia, en el interior de cualquier ser humano, puede haber un tesoro peligroso, un rubí invaluable. Un deseo en el corazón.



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