lunes, 23 de septiembre de 2013

Triunfo Arciniegas / Pablo Neruda en Isla Negra

Ojo de pez
Isla Negra
Fotografía de Triunfo Arciniegas

El mar de Isla Negra
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Casa de Pablo Neruda
Isla Negra, Chile
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Triunfo Arciniegas
PABLO NERUDA EN ISLA NEGRA
Una visita al poeta

            Te diré la verdad. “Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando”, dijo el poeta. Le hablé de ti. Lo visité en su casa de piedra y madera a mitad de septiembre, mes tan amado, porque necesitaba hablar con alguien que supiera de los misterios de la tierra y la profundidad de los mares, del viento y del fuego. Como llegué temprano, el poeta me invitó a izar la bandera de Isla Negra, un trapo blanco con un pez ­-que atraviesa algo así como un ojo vertical- dentro de un círculo, y alrededor las seis letras de su apellido de poeta, tal como se aprecia en la tapa de sus libros editados por Losada. Se rió como un niño y dijo con su voz de tortuga: “El día nace en nuestras manos”. Mientras contemplábamos la bandera, la Panda, que nos había seguido, orinó el asta y concluyó la ceremonia. Conduje su auto hasta El Tabo, unos seis kilómetros al sur, para comprar tomates y cebollas, pan y periódicos. Nunca aprendió a conducir. El mago de las palabras no sabe amarrarse los zapatos. Tuve que amarrarle un cordón en el mercado. De regreso, nos detuvimos a recoger un pájaro que se había caído del nido. Como era difícil devolverlo a su alto dormitorio, decidió llevarlo. “Verde sueño, verde rama”, dijo una y otra vez hasta que llegamos a casa. Le abrió el pico al animal y le dio pan mojado por su saliva. Ya me habían hablado de su habilidad con los pájaros. Los acaba de criar, se van y vuelven. A tal punto llegan sus conocimientos que escribió Arte de pájaros. Durante el exquisito y prolongado desayuno, el poeta y Matilde, su mujer por más de dos décadas, me hablaron de la Isla de Capri, donde por los años cincuenta vivieron un amor clandestino. Entonces el poeta escribía para Matilde Los versos del capitán, uno de sus libros más hermosos, donde se combinan a la perfección el amor del hombre y la conciencia del militante, donde él es un tigre, un cóndor, un insecto en el cuerpo desnudo de la amada, donde él es un alfarero y ella es la reina. Entre risas, abrieron para mí el altar de los amores. “Teníamos un perro que se hizo famoso en la isla”, recordó Matilde. Alguna vez se les extravió y con sorpresa oyeron por la radio que lo describían como il cane del poeta Pablo Neruda y agradecían cualquier información sobre su paradero en la Cassetta d'Arturo. Llegó de noche con una corbata anudada al collar, loco de alegría y muerto de hambre. “Todavía sueño con il cane del poeta”, dijo Matilde y nos dejó solos. “Le caíste en gracia”, dijo el poeta, porque Matilde no habla con todo mundo de asuntos tan sagrados. “Te enseñaré mi territorio”, anunció. Me paseó por la casa más inverosímil que puedas imaginarte, toda de piedra y madera, mostrándome sus objetos amados con el regocijo de un niño por sus juguetes: la colección de caracolas, de mascarones de proa, de botellas, delicias recogidas en todas las partes del mundo. “Los he juntado a través de toda mi vida con el científico propósito de entretenerme solo.” Vi el hermoso caballo que conoció desde niño en Temuco, un par de ángeles, una pequeña locomotora en el centro del jardín. Vi su escritorio, una gruesa tabla abandonada por el mar frente a su casa. Luego vi la biblioteca del hombre que se compró todos los libros que durante su vida soñó tener. Palabras de Matilde. Innumerables libros de poesía, libros de botánica, libros de pájaros, de insectos, de peces. Todo el mundo sabe que el poeta ha gastado sumas astronómicas en los libros más raros del mundo, en manuscritos. Quevedo, Cervantes, Góngora, en ediciones originales, me cortaron el aliento. También Laforgue, Rimbaud, Lautrémont. Paul Eluard le regaló en París, para su cumpleaños, las dos cartas que Isabelle Rimbaud escribió a su madre desde el hospital de Marsella donde al errante poeta de Una estación en el infierno le amputaron la pierna. Ya era casi mediodía y seguíamos viendo cosas y cosas. Me pidió una pausa para escribir una carta con su endiablada letra verde y llamó a alguien para que la llevara corriendo al correo. “Vamos al grano”, dijo. Entonces, con miedo, saqué mi libro de poemas recién empastado y se lo entregué. Leyó dos o tres poemas. El tiempo se detuvo. Alguien gritó en la lejanía. Cerró el libro y lo sostuvo debajo del brazo. Matilde nos llamó al comedor. El poeta pasó por el dormitorio y regresó sin el libro. El espectáculo del almuerzo confirmaba la fama de experta cocinera de Matilde. Carne abundante: Matilde tampoco cree en los poetas vegetarianos. No disimulé el regocijo. “Espero que esté tan sabroso como lo ves”, dijo Matilde. Estaba aún más sabroso. Iluminado, sabiéndome en uno de los sueños de mi vida, les conté de mi viaje. Preguntaron por la situación política de nuestro país y por personas conocidas que no habían visto durante algún tiempo. Contaron anécdotas con escritores y pintores famosos. Luego el poeta se retiró a dormir su siesta porque no hay nada en el mundo que se lo impida.  Alabé la belleza de la casa y Matilde dijo: “Cuando se quiere buscar un sitio hermoso, hay que preguntar a un poeta”. Recogimos la mesa. “Pablo es mi alegría”, dijo Matilde, las manos sumergidas en el jabón y el agua. “Él es un niño pero yo soy su niña.” Luego, como queriendo terminar el tema: “Somos simplemente felices”. Describió los viajes que hacen en enero a lo largo de Chile, por todos los pueblos, por los mercados, por las tiendas, bebiendo la vida, hablando con todo el mundo de esto y lo otro. Señaló una serie de botellitas de agua de azúcar casi horizontales y envueltas en papeles de colores, diseminadas por todo el jardín. Los colibríes llegan por docenas a colgarse de las botellitas y se beben el néctar, como embriagándose. “Esto nos hace felices”, dijo Matilde. Se excusó para ver al poeta. Salí a caminar por la playa. Contemplé el mar y algunos pájaros. Pensé que te escribiría una carta y te contaría de este día maravilloso. Pensé que si la escribía con el dedo en el espejo de la playa tal vez las olas la llevaran a tu puerta. O en la oscura piel de las piedras que aquí abundan. Regresé casi de noche. El poeta me esperaba con una botella de vino. Soy otro colibrí en el jardín de su casa, pensé. No me atreví a preguntarle por mi libro. “No demos más vueltas, vamos al grano, viniste a hablarme de tu mujer.” Le dije que sí, así era, y le hablé de ti hasta que acabamos la botella. El poeta no decía nada, oía el mar y oía mi voz. Luego me miró con sus ojos pequeños y profundos, sonrió y me dijo: “No hay duda, quieres a esa mujer y esa mujer te quiere”. Luego, en voz baja: “Es una mujer para siempre, yo también la hubiese querido”. Había leído mi libro. “Le estás escribiendo tus versos de capitán”, dijo. “Eres un capitán sin barco pero llevas buen rumbo.”  Señaló que contigo estoy en la cuerda floja: mientras me mantenga arriba seré profundamente feliz pero si me dejo caer seré profundamente desgraciado y tal vez para siempre. “Diste con una de esas mujeres que marcan al rojo vivo.” Observó que en casos así no se sabía si envidiar o maldecir la suerte. Le dije que mi padre es herrero y  sabe de metales y de fraguas y de fuego. “¿Qué tanto sabes  de fuegos? Mi padre era ferroviario”, dijo el poeta. Y volviendo a ti, agregó con firmeza: “Quiero que esa mujer me lea”. Se levantó y regresó con otra botella y unos libros. De uno de sus libros sacó un papel y descifró su tinta verde: “Esta mujer cabe en mis manos. Es blanca y rubia, y en mis manos la llevaría como a una cesta de magnolias...” Era apenas una hoja, elemental y bella, perfecta. “¿Verdad que escribí esta página para esa mujer tuya?” Sonreía. ¿Cómo supo que eres blanca y rubia? Quería recordar un poema de Los versos del capitán que le gusta mucho a Matilde. Cerró los ojos y citó con lentitud y dulzura: “De tus caderas a tus pies quiero hacer un largo viaje. Soy más pequeño que un insecto. Voy por estas colinas...” Dobló algunas hojas que ahora debo entregarte. “¿Quieres que te diga la verdad?  Eres afortunado, ya tienes la mitad de la dicha.” Ya estábamos borrachos cuando mencioné tus piernas. Soy un hombre de piernas, como decía Bukowski. Replicó: “Lucy es un nombre perverso”. Pero advirtió que no me preocupara, que el mundo se divide entre perversos y pendejos. Lo dijo con otras palabras pero esa es la idea. Leyó otros poemas, muchos poemas, hasta unos recién inventados. De la poesía pasamos a otras fiestas. Me mordí la lengua para no preguntarle por Josie Bliss, la pantera birmana que le espantaba las visitas a cuchillo. Le dije, en cambio, que sabía de su afición a disfrazarse con bigotes, sombrero de copa y chaleco de barman, y entonces recordó una fiesta de cumpleaños que congregó en su casa a más de doscientas personas. Él y la Patoja, como suele decirle a Matilde, se encontraron cara a cara entre tanta gente y subieron a donde estábamos conversando y se quedaron ahí el resto de la noche,  solos y felices entre tanta gente. El final de la botella me señaló el momento de la despedida. Me invitó a la cocina y comimos una cosa y otra, muertos de risa, procurando no despertar a la Patoja. Paramos de reír porque quería contarme algo, quería hablarme de su mujer en el jardín, de cómo se enterraban sus zapatos en el barro del jardín y se untaban de tierra sus manos. “Matilde canta con voz poderosa mis canciones”, dijo. “Yo le dedico cuanto escribo y cuanto tengo. No es mucho, pero ella está contenta.” Le pedí que le diera mis saludos y me acompañó hasta la puerta. Puso su mano en mi hombro y dijo: “Voy a decirte algo que ya sabes: esa mujer es la vida tuya”. Dijo que volviera cuando quisiera, que volviera contigo, si quería. Desde la carretera, volví los ojos y vi la casa iluminada, como un barco en tierra, y en una de las ventanas me pareció que el poeta todavía me decía adiós.


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